jueves 28, noviembre, 2024, Eduardo Castex, La Pampa

Las epidemias en La Pampa en perspectiva histórica (*)

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La Facultad de Ciencias Humanas de La Pampa compartió un texto de la profesora María Silvia Di Liscia, investigadora del Instituto de Estudios Históricos y Sociales de La Pampa (CONICET-Universidad Nacional de La Pampa) y del Instituto de Estudios Socio-históricos (Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de La Pampa), quien es especialista en historia de la salud, sobre las epidemias en La Pampa desde una perspectiva histórica. El texto se denomina «Las epidemias en La Pampa en perspectiva histórica» y acá lo compartimos con nuestros lectores.





Las epidemias en La Pampa en perspectiva histórica (*)

Por primera vez en su corta historia, la provincia ha declarado una cuarentena epidémica. Un virus de ignota procedencia y alto contagio denominado COVID-19, ha llevado en marzo y posiblemente, también en abril de 2020, al aislamiento y confinación a la totalidad de la población en pos de salvaguardar su salud. A la vez, la cuarentena afecta y afectará todas las actividades económicas y en general, las relaciones sociales e interpersonales a mediano y largo plazo, así como a las instituciones estatales, tanto educativas, sanitarias como administrativas y represivas. La Pampa, ¿fue un área sin epidemias?. De acuerdo al Ministerio de Salud argentino, “en una epidemia muchas personas de una región o país se infectan al mismo tiempo con una enfermedad”. Bajo este punto de vista, hay brotes epidémicos estacionales de enfermedades como la gripe, el sarampión y más recientemente, el dengue.

Parte I: Primero, la viruela

Veamos qué sucedía hace más de dos siglos en lo que es la Provincia de La Pampa, antes del avance del Estado argentino sobre las tierras de los pueblos originarios, ya que justamente una de las primeras epidemias de las que tenemos noticias sucedió de manera paralela a la denominada “Conquista al Desierto”.

Las tropas del Ejército dispersaron el virus de la viruela entre la población indígena, que había tenido escaso o nulo contacto y a quien, en consecuencia, se puede definir en la jerga epidemiológica como “virgin soil” (suelo virgen). Los “indios de lanza”, sus mujeres y niños no fueron sólo vencidos por las armas, sino que el impacto de la epidemia fue fatal, tanto en vidas humanas como en su cohesión social y creencias, afectando así sus capacidades bélicas.

En el Diario editado en Buenos Aires y denominado “La Pampa” un artículo aparecido en 1879 indicaba que “Se han hecho aproximadamente 3.000 prisioneros entre indios de lanza y de chusma y es un hecho que de esa cifra no alcanzan 500 los indios destinados a formar colonias, que todavía no se han constituido (…). Los 2.500 restantes, o se han distribuido en los cuerpos de línea o de escuadra, o se han repartido entre las familias, a título de hacer caridad a los indios, como si lo fuese convertirlos en esclavos de quienes los reciben, porque en esa cuenta, a corta diferencia se les tiene, obligándoles a un trabajo constante como peones o sirvientes, que sólo se remunera con algunos desechos de ropa y si acaso con ligeras nociones de instrucción elemental”.

Estos varones, mujeres y niños, pertenecientes a diferentes etnias de la Pampa y Patagonia capturados luego de la expedición militar de Roca, eran embarcados en el puerto de Carmen de Patagones o por el de Buenos Aires y conducidos a Martín García, lugar utilizado por el Estado como penal.

Luego de un período de tiempo variable, de acuerdo fundamentalmente a la cuarentena establecida por las autoridades médicas, la mayoría de las mujeres y niños se repartieron entre las familias porteñas y el resto fue reunido por sacerdotes salesianos en distintas misiones, incorporados al ejército, como ya lo había sido otro núcleo de indígenas antes de la campaña o bien retornaron a las tierras otorgadas por el gobierno nacional.

Pero muchos murieron víctimas sobre todo de la viruela, que ya había aparecido como epidemia en los campamentos militares y que los mismos indígenas acarrearon a la prisión isleña y luego a Buenos Aires.

La viruela era –y digo en pasado porque se trata de la primera enfermedad erradicada formalmente por la Organización Mundial de la Salud en el Siglo XX- una peligrosa enfermedad, afectaba por igual a adultos e infantes y sus pústulas dejaban en los supervivientes una marca indeleble en la piel y en ocasiones, también la ceguera.

También se trató de una de las primeras experiencias exitosas de prevención de una patología; primero la inoculación y luego la vacuna antivariólica podían evitar la viruela con cierto grado de eficacia. Los médicos de entonces sabían de su éxito y la recomendaban firmemente a sus pacientes, algunos de ellos renuentes a vacunarse ellos y mucho más, a sus hijos.

La obligación de vacunarse fue posterior, ya que sin la universalidad de la medida era imposible asegurar su total éxito.

En la epidemia indicada, que afectaba a grupos no inmunizados y podía extenderse a otros, destacados médicos evidenciaron que los contingentes de indios no habían sido vacunados, a sabiendas del resultado nefasto para ellos y el resto de la población “blanca”.

Salieron, como diríamos hoy, a denunciar el hecho de los facultativos que trabajaban en lazaretos y hospitales de la capital argentina. El célebre higienista Emilio Coni, en una extensa memoria titulada Contribución al estudio de la viruela en Buenos Aires, señaló la “grave imprudencia” cometida por el gobierno al introducir indios sin vacunar desde la frontera a Buenos Aires, advirtiendo que la epidemia iniciada en 1878-79 era más peligrosa que las anteriores porque se manifestaban más frecuentemente casos de viruela hemorrágica, de grave pronóstico y desarrollo fatal.

Bartolomé Sommer, otro médico, indicó que en 1879 habían ingresado al Hospital San Roque de Buenos Aires 171 mujeres variolosas, de las cuales 80 eran indias. La mortandad fue del 38, 8 % en las indígenas y sólo al 11 % del resto.

José Penna, médico de destacada actuación pública, intentó también dar una respuesta al interrogante planteado sobre las formas diferentes que asumía la enfermedad entre blancos e indios. Penna expresaba en una obra general escrita en 1885 era la ausencia de todo cruzamiento, como había sucedido hasta hace poco con los indígenas de América, una de las causas esenciales de la susceptibilidad de la población nativa y gravedad de la enfermedad. Este facultativo explicaba el efecto diferencial de la enfermedad, mencionando cierta predisposición genética a la viruela en aquellos grupos étnicos que han sufrido un aislamiento prolongado, cuestión que se acerca en parte a las teorías actuales.

Tal como había sido planteado por la prensa, Penna y Sommer se sorprendían de que los prisioneros no hubiesen sido vacunados en forma masiva antes de ser trasladados, lo cual constituía un defecto y un error imperdonable. Por los informes de Olascoaga, sin embargo, se sabe que los capturados por la III División fueron vacunados y también en Carmen de Patagones se vacunó a la población indígena luego de la Expedición al Río Negro, en el año 1881.

Los médicos daban fe que, una vez vacunados, los prisioneros podían desarrollar la viruela pero en sus variantes leves, según los casos que habían podido observar. Frente a tal situación, proponían vacunar a los indios, ya que éste era el único preservativo eficaz que permitiría el control de la enfermedad entre las etnias pampeanas, parte integrante a partir de ese momento de la población nacional. Los datos parciales citados afirmarían la idea de que los jefes militares eran conscientes de la eficacia de la vacuna, suficientemente probada entre la población blanca. De hecho, algunos de ellos vacunaron por propia decisión o por consejo médico a los recluidos en los campamentos militares.

Los informes médicos aceptaban la inmunidad que otorgaba la vacuna, sobre todo a partir de la extensión de los estudios epidemiológicos de la segunda mitad del XIX. Sin embargo, muchos indios no fueron vacunados, con lo cual no sólo se introdujo peligrosamente un foco de contagio, sino que fue una forma indirecta de asegurar su desaparición, bajo un arma que era a la vez terriblemente eficaz y desculpabilizante.

Una cuestión importante a recordar: esta epidemia sirvió de ejemplo para que se aprobara en la legislatura bonaerense la obligatoriedad de la vacunación antivariólica en 1886; creemos que tanto la epidemia como la insistencia de varios de los higienistas antes citados fueron elementos claves que terminaron con las dudas que existían sobre la inmunización de la población, como ha sucedido (y quizás sucederá) en otras historias de las enfermedades.

Parte II: La profilaxis del viento y la extensión de la vacunación

Si nos remontamos a la Argentina de finales del siglo XIX, la expansión de la fiebre amarilla, la peste, la viruela, el tifus, el cólera y muchas otras enfermedades eran un llamado de alerta para los sectores dirigentes del entorno conservador, a quienes preocupaba tanto el aumento de la mortalidad como el descenso de la actividad económica.

Apoyados sobre todo por médicos, proclamaron la necesidad de higienizar las ciudades y las costumbres de sus habitantes, fueran estos criollos o migrantes. No era ésta solamente una preocupación humanitaria.

En las populosas urbes del Litoral argentino, las epidemias pusieron a la enfermedad como parte central de la agenda política y se enhebraron con la “cuestión social” y el progreso.

El país debía librarse de virus y bacterias que periódicamente barrían a la población trabajadora y adulta para ser parte del concierto de las naciones modernas y civilizadas.

Pero, ¿todas las ciudades argentinas tuvieron similar preocupación higiénica? Recordemos que el contagio de muchas epidemias dependía, y depende, de carencias (agua potable), vectores (mosquitos, piojos y ratas), de la abundancia de basuras y detritus y finalmente, de la pobreza y escasez de recursos.

En Buenos Aires, Rosario y Córdoba, las viviendas insalubres y míseras surgían, a medida que se expandían las ciudades, en terrenos bajos e inundables y en los conventillos se hacinaban familias enteras.

Las epidemias, por lo tanto, hacían emerger un conjunto social casi invisible, pero a la vez, necesario para multitud de tareas y cuya salud evitaba la infección de los más prósperos. En gran parte del país, sin embargo, éstas no eran la principal preocupación.

En los diez Territorios Nacionales, -vacíos de población en el imaginario positivista de entonces que desconocía los derechos de las poblaciones originarias- las campañas militares habían tenido como correlato la ampliación de la frontera agrícola ganadera.

En el de la Pampa, hacia 1884, miles de migrantes europeos y de otras provincias se instalaron en el campo y formaron pequeños centros urbanos. La primera epidemia de la que tenemos noticias es la del cólera. En una nota casi ilegible de principios de 1887,un preocupado médico le transmitía al entonces primer gobernador del territorio pampeano, General Juan Ayala, los casos coincidentes con la contemporánea epidemia de cólera que había sembrado de víctimas las grandes ciudades del Litoral argentino: “Cumpliendo con lo solicitado pongo en su conocimiento que los casos habidos hasta este momento son de cólera, siendo este fulminante (…) hasta ahora se tiene conocimiento de cinco casos, de los cuales cuatro han dejado de existir y el último nada se sabe pues se encuentra distante de este pueblo cinco leguas siendo el paciente padre de numerosa familia (…) Desgraciadamente hai (sic) poblaciones cercas unas de otras y algunas mucha gente, por lo que temo tome cuerpo la epidemia”.

Sin embargo, el cólera no se extendió como afirmaba ese ignoto facultativo y la epidemia desapareció sin más registros, seguramente porque la población estaba mucho más disgregada que lo que el médico percibía y el cólera se contagia sobre todo a través del consumo de agua contaminada con las heces de los enfermos.

Años después, la densidad del Territorio seguía siendo baja: en 1914 alcanzaba a 0,7 hab/km2 mientras que la media del total del país era 2,8 hab/km2 (los mayores índices se alcanzaban en la Provincia de Tucumán, con 14,4 y en Buenos Aires, 6,8 hab/km2).

Hasta la década de 1930, los gobernadores territorianos no reconocieron la salud como un problema social. En estos vastos espacios la preocupación mayor era gestionar una administración escasa y escuelas insuficientes, u obtener caballos y armas para la policía, que veía circular a vagabundos y bandidos sin poderlos contener.

El orden y la instrucción fueron los ejes de estas primeras instancias de gobiernos con muy bajo presupuesto, que debían fomentar el crecimiento de la población y con él, la instalación de comercios y empresas en todo el Territorio.

En los informes anuales, los funcionarios, nombrados por el Presidente, indicaron las capacidades productivas reales y potenciales de La Pampa, su población trabajadora y el clima salutífero, que expulsaba las epidemias con sus fuertes vientos.

La información estadística les daba la razón en la escasez de enfermos; uno de los más formidables instrumentos censales, el de 1914, ni siquiera consideraba a los Territorios Nacionales en esa valoración, y cuando lo hacía, el recuento era insignificante, asegurando que la población de esas “nuevas áreas” era joven y sana, carente de infecciones.

Las primeras políticas sanitarias de las que tenemos noticias provinieron del ámbito nacional. El Territorio o Gobernación de la Pampa, como el resto de los Territorios, dependió de las directivas sanitarias del Departamento Nacional de Higiene.

Desde 1884 hasta 1913 el Territorio contó con sólo un médico de la gobernación como funcionario sanitario oficial, encargado de realizar tanto la tarea médica como sanitaria y preventiva del Departamento Nacional de Higiene.

Los médicos que llegaban al Territorio podían ejercer funciones públicas como “médicos de la policía”, sobre todo en las localidades del interior pampeano, asesorando a dicha institución en casos judiciales (reconocimiento de lesiones y accidentes, enfermedades mentales, de cadáveres, entre otras tareas especializadas), pero muchos de ellos se dedicaban a la actividad privada y su relación con las instituciones públicas era esporádica.

A principios del siglo XX, por iniciativa del Departamento Nacional de Higiene, diferentes facultativos de los territorios nacionales realizaron informes sanitarios de las regiones donde ejercían como “médicos de la gobernación”.

En uno de ellos, el Dr. José R. Oliver, describió exhaustivamente las condiciones sanitarias del Territorio. En 1909, año del relato, la Pampa tenía una población dispersa; el mayor centro urbano, contaba con 4.000 habitantes (Santa Rosa) y sólo un hospital a cargo de la Sociedad de Beneficencia con 30 camas, que brindaba asistencia también a la campaña y alrededores. El médico describía un panorama completo de las ordenanzas respecto a salubridad urbana (agua y cloacas, basuras, limpieza de calles, ubicación e higiene de mataderos, cementerios y prostíbulos) también de General Acha y de General Pico. Del resto de las localidades señalaba que “reina el más completo abandono en lo que se refiere a higiene”; muchos pueblos, sobre todo en el Oeste, carecían de médicos.

El atraso, que “invadía los pueblos y la campaña”, se encarnaba en la figura de los curanderos y en la imposibilidad de combatirlos con las armas de la modernidad: la eficacia médica, por un lado, y la legislación, por el otro.

Esta realidad desalentadora era similar en todos Territorios nacionales, con sólo 0,93 camas c/1000 habitantes. Para cubrir este déficit en 1918 el gobierno central se propuso fundar nuevos hospitales en Chaco, Río Negro y La Pampa, éste último, en terrenos donados por Tomás Mason. Pero este último fue, de los tres hospitales anunciados, el único sin inaugurar hasta avanzados los años treinta.

Volvamos al contexto epidémico. En 1904, por insistencia de los higienistas Coni y Penna, se había sancionado por ley la obligatoriedad de la vacunación en todo el territorio nacional, y en 1909 se fijó una reglamentación para todos los Territorios Nacionales, incluida La Pampa, que establecía la declaración obligatoria de enfermedades infecciosas (tuberculosis, difteria, viruela, peste, fiebre amarilla y otras) en las “Oficinas Sanitarias”, ubicadas en cada capital territoriana.

Los médicos oficiales o de la gobernación serían los encargados de recibir las declaraciones de enfermedades, fuera en domicilios particulares como edificios públicos, y de realizar la desinfección correspondiente. En dichas Oficinas se efectuaría la vacunación de la capital mientras que en la campaña, se habilitaba a guardias sanitarios para recorrer y brindar los servicios de inmunización al resto de la población, que recibían el apoyo de los maestros en las escuelas. Entre 1904 a 1911, totalizan a 13.439 habitantes inmunizados por primera o segunda vez por los tres guardias vacunadores. En 1913, se creó en Santa Rosa la Asistencia Pública, dependiente del Departamento Nacional de Higiene, cuando era presidente José Penna.

Una de sus principales funciones fue extender la vacunación antivariólica, puesto que Argentina tenía aún frecuentes epidemias de viruela y esta política generalizada es casi la única que recibió atención a nivel general. Entre los ejes sanitarios del Departamento entre 1910 y 1919 se encuentra mayoritariamente la campaña contra la malaria y en menor medida, el tracoma en el Norte del país y un intento permanente de obtener información sobre diferentes patologías y estrategias para combatirlas.

Pero en el Registro Civil de los Territorios Nacionales se había eliminado el empleado que informaba sobre tales datos entre 1918-1930 por falta de presupuesto y la nación desconocía casi totalmente esos índices necesarios para evaluar en el contexto sanitario a la población de la mitad del país.

La vacunación fue pues una estrategia exitosa que requería esfuerzo y recursos, además de la colaboración de las familias y la anuencia de los adultos, muchos de los cuales se vacunaban por primera vez, con sus hijos. Sabemos también que hubo resistencia y frente a ella, estuvieron codo a codo tanto educadores como policías.

El Consejo Nacional de Educación, una institución también general, promovió desde finales del Siglo XIX la expansión de la cultura higiénica. Las maestras –puesto que esta profesión era claramente femeninapregonaban en sus clases junto a las ventajas del baño diario, el cuidado y aseo personal, la importancia de la vacunación. Iban más allá del mero discurso ya que distinguían a estudiantes con parásitos y otras dolencias y servían de auxiliares en el momento de llegada del vacunador a la localidad, habilitando las aulas y haciendo de intermediarias para convencer a los renuentes. Las fuerzas policiales acompañaban también a los vacunadores ya que no siempre era posible la persuasión y la legislación de vacunación antivariólica implicaba su obligatoriedad, pasible de sanción.

En los Censos Territorianos de La Pampa de 1912 y 1923 se observa que los no vacunados sumaban a más de 40 mil personas, pero el territorio contaba con un total de 120 mil y para el control de esta enfermedad, como dijimos, cuenta sobre todo la extensión masiva de la medida. Las voluntades de los maestros y guardas sanitarios enviados por el Departamento no deberían ser ya suficientes y la necesidad de expandir esta práctica de inmunización comenzó a ser un punto importante en la agenda pública e indicó el inicio de una transformación de las instituciones sanitarias en el ámbito pampeano, en sintonía con las políticas públicas a nivel nacional.

Desde 1913 la vacunación quedó a cargo de la Asistencia Pública, que sólo un año (1921), vacunó en Santa Rosa a 6 mil personas; entre los que había familias enteras de extranjeros. Cuatro años después los vacunados habían ascendido a más de diez mil. La Asistencia Pública también vacunó en cárceles y escuelas y envió delegaciones al Oeste del Territorio (Santa Isabel, Puelén y La Ahumada, entre otras localidades), con considerable esfuerzo tanto de recursos humanos como de presupuesto.

Podemos pensar, a partir de la información disponible, que La Pampa se libró de la viruela a finales de los años ’20, logrando con esfuerzo considerable la total inmunización de una población que era, por entonces, predominantemente rural. Otras prácticas hoy utilizadas para prevenir el contagio, como el aislamiento y confinamiento, no eran posibles ni tampoco adecuadas frente a la posibilidad real de generar la universalidad de la medida. Si bien las epidemias no dejaron de preocupar ya que aparecieron enfermedades igualmente peligrosas (la difteria en la población infantil, por ejemplo), otros problemas, quizás tanto o más graves, empezaron a incidir en el Territorio.

A mediados de los años ’30 se produce en la Pampa una inversión del proceso de inmigración, con pérdida de población, a causa de una crisis ecológica que complejizó la grave situación económica. La desocupación y la pobreza incidieron en la población más desfavorecida e hicieron emerger, de acuerdo a las autoridades y sectores dirigentes, a ese núcleo “invisible” de las grandes ciudades, que requería no sólo vacunas sino políticas estructurales y preventivas de atención social y sanitaria. Pero esa historia, que se engarza con lo que estamos contando, es otra y merece, como la de las epidemias, también su relato.

(*) Dra. María Silvia Di Liscia, Instituto de Estudios Históricos y Sociales de La Pampa (CONICET-Universidad Nacional de La Pampa) Instituto de Estudios Socio-históricos (Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de La Pampa)

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