Santiago despertó por el ruido estruendoso de las bombas, percibió el olor a barro y a comida escasa. Este último olor era completamente imaginario. Su amigo Esteban Fridez estaba con él. Abrazados, intentaron calentarse junto a una mísera “manta” que en realidad solo era una bandera argentina. El frío era insoportable, el hambre atroz, Pedían… imploraban, incluso rezaban por algo sólido para comer, en un pequeño pozo en el que ya habían pasado más de un mes pero que parecía años. No sabían el día ni los motivos certeros de su presencia. Algunos ni siquiera estaban preocupados por lo que pasaba en estas islas tan sombrías y escuchaban los partidos de fútbol del mundial de España 82 por la única radio que tenían, que se suponía era solo para uso oficial y de contacto con las otras bases del regimiento de infantería mecanizado 7.
Llegó el cabo primero, el soldado Pablo Castellán. No pensábamos que iba a regresar, porque afuera se vivía el verdadero infierno a pesar del frío. – “Traje municiones, y unos turrones, los pude conseguir”, dijo. Era muy extraño ver cómo cada soldado, sin importar el rango, arriesgaba siempre su propia vida a pesar del bombardeo constante y desgastante de la flota británica.
“-Estoy cansado, sé que tengo que quedarme despierto, pues me toca vigilar desde este pozo oscuro…”, me dije para sí. Pero no resistí, cerré mis ojos y quedé sumergido en un profundo sueño.
Desperté… todo estaba calmo… no había nadie, solo mis amigos… mis compañeros, había grandes rocas cubriendo el monte. Faltaba todo el regimiento, “¿Por qué no hay nadie?” nos preguntamos. Nos juntamos en la parte baja del monte, éramos solo 11, “¿¡Cómo solo 11 soldados argentinos íbamos a poder con la primera potencia mundial!?”.
De repente, vimos llegar a un grupo de jóvenes, rubios, de buen porte, con cascos colgando de sus brazos y unos pocos con boinas, que era insignia de gran rango. Muchos nos hacíamos la misma pregunta “¿Serán ingleses?”, pero yo lo sabía… eran ellos. Se encontraban perdidos, cansados, desarmados. Habían desembarcado de grandes portaviones y corbetas, y nosotros ahí… como recién llegados de un largo viaje pero… a pie. Nos guiaron. Era una ocasión extraña porque no hubo peleas, ni disturbios. Los seguimos hacia un gran descampado; no había nada. La hora rondaba entre las 11:30 y 12:00 del mediodía. Ellos no hablaban, solo parecían grandes murallas, grandes seres humanos con hambre de victoria. Tomaron sus cascos y los colocaron con exactitud uno al lado de otro con una distancia intermedia de siete pasos. Lo mismo, del otro lado, pero a unos cuantos metros.
Uno de mis compañeros – frágil y tonto para las tareas diarias en las islas, pero inteligente y entendido en el idioma inglés- logró entender la ceremonia y nos gritó: “¡Me dicen que el que gana se queda con las islas!”. Era un partido de fútbol.
Arrancó el partido, yo jugaba de 5, solo movía la pelota, la pasaba y centraba el balón para que mis compañeros convirtieran el gol. Mis piernas no daban para correr, pero lo hacía… se notaba el desgaste tremendo en nuestro cuerpo, todos estábamos muy delgados, y aunque éramos livianos, nos sentíamos pesados, con cada paso pisando la turba de aquellas islas tan desconocidas.
Los ingleses avanzaban, pero nosotros nos tirábamos, barríamos sus jugadas, defendíamos como podíamos nuestras islas. Miré lo injusto que resultó ser el destino al dejar que el árbitro fuera escocés y pudiera beneficiar a los ingleses, pero no fue tan así.
Dejábamos sangre, sudor y lágrimas derramadas en la turba: cada vez que intentaba dar un pase a mis compañeros sentía cómo mis borceguíes se rompían, se desgarraban, cómo mi ropa estaba congelada. El frío era tan insoportable… indeseable que desgastaba nuestros músculos, esos que ya no teníamos.
Pero nuestra delantera contaba con un jugador que sobresalía. Habilidoso, veloz y con un espíritu de acero: se mataba por llegar a cada balón con piques largos, cortos, cambios de ritmo, manejo de ambas piernas. Le teníamos fe al pibe. Creíamos que su picardía podía marcar la diferencia.
Terminó el primer tiempo, 0 a 0 estaba el encuentro, así que nos pusimos en ronda a hablar y acordar jugadas. “La victoria no es sólo para nosotros, es para nuestro pueblo. No nos tiene que dar lo mismo conseguir nuestras islas que perderlas frente a la corona inglesa que reclama falsa soberanía. Tenemos que ganar. Y así será: venceremos”, alenté al equipo.
Arrancó el segundo tiempo. Pasé el balón al área grande a uno de mis compañeros pero el rechazo hacia lo alto de un defensor inglés hizo volar la pelota al cielo. Al acecho esperaba nuestro pibe habilidoso, que se acercó rápidamente a cabecear en un duelo con el arquero. El tiempo pasó muy lento, parecía que me dormía y moría poco a poco por mi estado de inanición. Pero mis ojos alcanzaron a ver cómo el chico se elevó y con ayuda de su mano empujó la pelota para convertir el primer gol. Todos los ingleses reclamaron infracción, pero el árbitro cobró a nuestro favor.
Minutos después fui testigo de una jugada magistral. Esteban asistió a ese chico que parecía jugar al fútbol como un dios. Es difícil creer cómo en su estado físico -parecía un esqueleto-, corría y no mostraba dolor alguno. Esta vez corrió más de lo normal, “¿Tal vez como un barrilete cósmico llegado de otro planeta?”, pensé. Cruzó más de media cancha con el balón a sus pies, dejando en el tendal a seis ingleses y para alegría de los argentinos, convirtió el segundo tanto. La victoria estaba cada vez más cerca.
Los europeos no se dieron por vencidos. Se acercaron por uno de los laterales del improvisado potrero y ante los últimos suspiros nuestros, anotaron el descuento sobre el final del partido. Ellos eran altos, grandes, fuertes; sin embargo, una banda de pibes dio el batacazo, y le ganó a la potencia mundial por un resultado final de 2-1. Festejamos… lloramos, gritamos, “¡Gracias!” porque este conflicto se había resuelto sin violencia, sin muertes… sin sufrimiento. Cuando vi a los ingleses marcharse, busqué sin cesar a ese jugador que claramente nos había dado la gran victoria, pero no lo encontré. Al preguntar su nombre, me dijeron que se llamaba Diego, pero que no recordaban su apellido.
Desperté… desconcertado, con calor. Fue la primera y única vez que me hallé transpirado en ese pozo profundo y oscuro. Esteban había venido a despertarme. Se hallaba sucio, no tenía su cargamento y estaba golpeado en la frente: “Levántate –me advirtió- dale que si no, nos fusilan”. No entendía nada… estaba perdido. “¿Qué pasó con Pablo?”, interrogué. Con tristeza y seriedad me respondió: “No está”. Me invadió entonces la incertidumbre y el desasosiego. Tenía muchas preguntas pero ninguna respuesta. “Entonces… ¿qué pasó amigo?”, insistí con intriga y miedo, hasta que me contestó con una única palabra que me rompería por siempre el corazón… “Perdimos”.
DATOS DEL AUTOR
El castense Nicolás Agostinelli (16 años) explicó que el cuento tiene que ver con la década de los 80, anclado al conflicto de las islas del sur, donde ambos beligerantes, Argentina y Reino Unido, se enfrentaron en un conflicto bélico que duraría desde el 2 de abril de 1982 hasta el 14 de junio del mismo año con una duración total de 74 días, hasta que Reino Unido, por la fuerza, logró romper las líneas defensivas argentinas, y el comandante de las fuerzas terrestres británicas Jeremy Moore aceptó la rendición del general argentino Mario Benjamín Menéndez. “Ambos bandos declararon un cese de las hostilidades. Y a través de un sueño premonitorio del protagonista se cita el mundial de fútbol profesional en México del año 1986”, recordó.
“Lo que me llevó a elegir este tema para mi cuento histórico, fue que siempre me interesó mucho la historia del fútbol mundial y la historia de la guerra de Malvinas, decidí pensar en contar lo que me parecía relevante, con la intención de interpelar el pasado y también con la idea de que lo que vaya a contar penetre en la historia de cada uno. Fueron varios los borradores elaborados y desechados hasta llegar a culminar la historia, así que, con un poco de investigación, documentales y pequeños resúmenes, pude lograr este objetivo de relatar un cuento, más exótico de lo normal”, relató.
“La idea principal, fue trabajar la historia y la ficción, y en este sentido contextualizar el cuento en un hecho y un acontecimiento argentino. Busqué en el relato que los acontecimientos y hechos que aparecieran fueran reales, es decir, realizar un anclaje real acompañado por la ficción”, agregó.
¿POR QUÉ «LA PELOTA NO SE MANCHA»?
Este título hace referencia a que el fútbol suele verse afectado por problemas externos a él como conflictos entre países, intereses políticos y económicos, problemas mundiales o diferencias entre personas. La “mancha” se refiere a un recuerdo imborrable, y ahí es cuando está el dicho famoso “la pelota no se mancha” que es como decir “el fútbol jamás se verá marcado por los problemas ajenos al deporte”. Porque eso, ya es otra historia.