21 de Octubre de 1877 – Entre las mayores audacias del Cacique Vicente Pincen, se cuenta el robo de los famosos «Blancos de Villegas», cuando los indios se llevaron de la comandancia de Trenque Lauquen, 53 de esos caballos blancos, custodiados bajo siete llaves.
Como viejos contrincantes, Pincén y el coronel Villegas se tenían gran respeto.
Esa noche, como otras, los blancos habían sido encerrados en un corral, a pocas cuadras del campamento. El corral estaba delimitado únicamente por una zanja bastante profunda y ancha, que las caballadas no podían cruzar. Ocho soldados, al mando del sargento Francisco Carranza, quedaron comisionados para cuidar la puerta del corral.
La noche era tranquila. Nada indicaba la proximidad de los indios. La modorra fue aconándose en los párpados de los rudos hombres de Carranza, y con el primer frescor de la noche quedaron dormidos sobre sus carabinas.
Esta fue la oportunidad aguardada por los indios. Practicaron un portillo en el fondo del corral, rellenando la zanja. Con sus ojos, que penetraban la noche más cerrada, distinguieron en las sombras a las madrinas. Las tomaron sin que se espantaran, y las fueron sacando de a una. Tras ellas, dócilmente, siguieron los caballos de cada tropilla.
Cuando con la diana, la guardia despertó, se halló con la novedad: ¡Los blancos habían sido robados!…
La palidez con que Villegas recibió la noticia indicó que una tormenta de ira iba a estallar. Mando buscar al segundo jefe del Regimiento, el mayor Germán Sosa.
La orden fue tajante: armar una dotación de 50 hombres, incluir en ella al sargento Carranza, y en media hora salir en persecución de los indios ladrones. Si Carranza no se comportaba a la altura de las circunstancias, debía recibir cuatro tiros por la espalda.
Entre los cincuenta individuos había tres cadetes: Prado, Supiche y Villamayor. Marchaban también el mayor Rafael Solís, el capitán Julio Morosini (el mismo que recibiera, años más tarde, la rendición de Manuel Namuncurá en Fuerte General Roca) y los tenientes Spikerman y Alba.
Se los racionó con una porción de charqui como para cuatro días, y cien balas por hombre.
Villegas los vio partir, con la mirada sombría, desde la puerta del rancho que oficiaba de comandancia, y le dijo al mayor Sosa, cuando pasaba frente a él:
– No se animen a volver sin los blancos.
Marcharon cuatro horas. Cuando el solazo pampeano del mediodía comenzó a morderles la nuca y el cansancio pesaba como una mochila sobre las espaldas, acamparon a orillas de la laguna Mari Lauquen.
El mayor Sosa dispuso una guardia porque se hallaban ya en territorio dominado por los indígenas. Durmieron hasta el atardecer, y reanudaron la marcha no bien entró la noche. A las diez de la mañana del día siguiente, hicieron alto para acampar.
Sosa, había marchado silencioso durante toda la noche. Cuando detuvieron la marcha ya había tomado una resolución. Llamó a Solís y se la explicó brevemente: continuar esa expedición era conducir el medio centenar de hombres a la muerte, sin beneficio alguno. Por consiguiente, acamparían. Luego Sosa saldría durante la noche con el sargento Carranza. Irían los dos en derecheras a alguna patrulla de indios con la que se trabarían en lucha hasta caer muertos. A la mañana siguiente, al percibir Solís la ausencia de Sosa y Carranza, debía despachar descubiertas para buscarlos. Volverían sin encontrarlos, o con sus cadáveres, y entonces Solís debía disponer el regreso al campamento.
En tanto, debía salir ahora con el cabo Pardiñas a reconocer un monte, y un bajo que se hallaban próximos, y en los que Sosa pensaba establecer el campamento desde el que ejecutaría su plan suicida para salvar a sus demás hombres de las iras de Villegas.
Pero estaba de Dios, que Sosa no iría a terminar sus días en las trágicas circunstancias que había elegido. Media hora más tarde, regresaba el cabo Pardiñas, haciendo señas desde lejos. El propio mayor Sosa le salió al encuentro. Dios había puesto en el camino de esos soldados la posibilidad de salvarse, a punta de coraje.
En el monte que desde la distancia Sosa había elegido para acampar, había precisamente unos toldos, y en el bajo de la laguna, los caballos blancos robados. Con ellos, una gran caballada que pastoreaba sin vigilancia a la vista.
Cambiaron los caballos de marcha por los de reserva en un santiamén y en el silencio más absoluto se acercaron, al paso. El mayor Solís en tanto, había estado observándolo todo. La mayoría de los indios de pelea, 83 en total, dormían en los toldos, o jugaba a los naipes. Con ellos estaban 129 mujeres, niños y ancianos. Confiados en exceso por la fortuna del golpe dado contra el cuartel de Villegas, no habían puesto custodia; ni siquiera atado sus caballos. La forma de atacarlos podía ser ésta: Unos veinte hombres debían atropellar hacia el bajo y arrear las caballadas. El resto cargaría sobre los toldos para aplastar cualquier intento de reacción. Había que actuar rápidamente para que nadie del grupo pudiera dar aviso a otras tolderías. El teniente Alba descargó su ataque con los veinte hombres hacia las caballadas. Solís encabezó la carga a los toldos. Los caballos blancos, no bien sintieron el ruido familiar de los sables y los gritos de sus antiguos dueños, arremolináronse e hicieron punta hacia el camino y el resto de la caballada los siguió. Nunca arreo tan grande fue reunido en menos tiempo.
Sosa y Solís redujeron a la impotencia a la indiada. Cayeron sobre ellos como una centella. El trompa de órdenes tocó llamada y el pelotón al mando de Alba enderezó con los caballos hacia los toldos. Mudaron caballos e iniciaron el regreso.
La retirada se dispuso de inmediato. Una fina columna de humo elevándose en el horizonte indicaba el peligro. Era la que había encendido el tropillero de la tolda, el único que alcanzara a escaparse del aluvión mortal del mayor Sosa. Seguramente estaría llamando a otros indios en su auxilio, pero los blancos se habían recuperado.
La marcha iba a ser lenta. Había que empujar un arreo importante, y la chusma prisionera. Por eso, 30 hombres se pusieron detrás de la tropa como escolta y encima de ellos, una nueva orden terrible: matar al animal que se cansara y seguir adelante.
Promediaba la tarde cuando comenzaron a ver, a sus espaldas, los primeros contingentes indígenas, convocados por la llamada de humo. Para los soldados, el recurso era acercarse lo más posible al campamento, y si era factible, atravesar la famosa zanja de defensa, que mandara construir por esos años el Ministro de Guerra y Marina, Adolfo Alsina, es decir, dar tiempo al Regimiento a que saliera a defenderlos. Los indios, que también habían comprendido, querían cortar a cualquier precio la marcha.
Caía la tarde cuando una numerosa columna les dio alcance. Corrían de flanco para interponérseles. El comandante Prado, que dejó relatado este episodio en su libro “La guerra al malón”, así describe el episodio: “Nahuel Payun en persona, el capitanejo más valiente de Pincén, nos salía a la cruzada. Reunió cincuenta o sesenta indios y se precipitó sobre las caballadas, resuelto a dispersarlas. Antes de llegar tropezó con un grupo que mandaba Sosa y al pretender desviarse cayó bajo los sables del pelotón de Morosini. El espectáculo debió ser magnífico, imponente. Nosotros huyendo en una nube de polvo, mezcladas mujeres y caballos, arreando las chinas y los animales a punta de lanza, gritando como locos, y allá un poco a la izquierda, la fuerza de Morosini, entreverada a sable con el malón, en un infierno de alaridos, en medio del estruendo de las armas, pretendiendo los unos a arrollar al puñado de bravos que se levantaba como inquebrantable barrera, entre el furor del bárbaro y la presa del cristiano; forcejeando los milicos por contener la horda ciega de ira y sedienta de venganza”.
Cuando el ataque fue rechazado, mudaron los caballos y luego apretaron la marcha, ya con desesperación. Un nuevo ataque fue rechazado. A medianoche hicieron una hora de alto, y luego continuaron la marcha. Los indios, en tanto, los seguían a prudente distancia, pero no atinaban a cargarlos nuevamente.
Poco antes de llegar al campamento, Sosa dispuso cambiar caballos. Los soldados montaron los blancos y así, con grave aire de compadres, como una palpitante masa fantasmal, entraron a Trenque Lauquen.
Marchaban alineados, al tranco y Sosa pasó con la columna, polvorienta y victoriosa, frente a la comandancia. Desde el vano de la puerta Villegas, con el chambergo sobre la nuca, según su costumbre paisana, los vio pasar silencioso. Todavía enculado… Cuentan que estaba tan pálido como sus caballos. Sin duda presentía que, a pesar de haber sido vengada la audacia de los indios, el episodio del robo de sus blancos correría por toda la pampa como una burla gritada, como el alarido del salvaje golpeándose la boca, como una basureada más, acaso una de las últimas que se permitía la indiada y como tal, todavía más sabrosa…