Si algo define a Julio Argentino Aguirre es su vocación de trabajador incansable de la guitarra. Él y su compañera son inseparables. Hace 36 años empezó su labor en la Secretaría de Cultura y luego fue trasladado a la Casa de La Pampa en Buenos Aires, donde se convirtió en defensor de la música pampeana. Antes, había sido plomero, electricista, cloaquista y alambrador.
«Julito», como lo conocen todos en la Casa de La Pampa, nació en Eduardo Castex, allá por 1957, en el seno de una familia humilde y trabajadora. Era el mayor de ocho hermanos, aunque por esos caprichos del destino, solo quedaron seis. Tres mujeres y tres varones.
Desde muy chico aprendió el valor del esfuerzo y el trabajo. Cuando aún vestía pantaloncitos cortos, comenzó su experiencia en el mundo laboral repartiendo diarios y lustrando botas en la plaza del pueblo.
En sus ratos libres se escapaba al potrero a jugar a la pelota con amigos. Pero su fuerte no era el fútbol y jamás soñó con seguir los pasos de su padre, que se lució en el primer equipo de Racing de Castex. Su verdadera pasión estaba en otro lado.
Cuando cumplió 12 años se fue a trabajar al campo con su padre, que hacía lo que fuera para llevar el pan a la mesa. Fue camionero, alambrador, peón y futbolista. Pero por sobre todas las cosas era hachero. Y con él, Julio aprendió el rudo oficio del monte.
En la casa de los Aguirre no había guitarra. Aun así, se respiraba música. De joven, su padre tocaba el bombardino en la banda La Mecca. Fue de su abuelo, en cambio, de quien heredó su inquietud por la guitarra. Y tendría que esforzarse mucho para comprarse una.
Con la primera «platita» de la cosecha gruesa cumplió su sueño. Fue amor a primera vista. Un amor incondicional que nació de modo natural y Julio se encargó de alimentar en sus ratos libres en el monte, a la hora de la siesta o los domingos, cuando tocaba descansar.
Al principio todo era oído e intuición. «Empecé a tocar la guitarra a los ponchazos», diría el propio Julio. Su enorme capacidad para retener notas y acordes, y su increíble oído musical le permitían robar piezas a otros guitarristas y sumar volumen a su repertorio. Con el tiempo aceptó el consejo de un amigo y comenzó a estudiar.
Así llegaron los maestros. Raúl Formía, un amigo de su papá, le enseñó los primeros acordes. Y el músico René García le pasó varios solos de guitarra y lo guió en sus inicios. Fue precisamente García quien lo llevó a la antigua Escuela Hogar, donde tocó por primera vez en público en 1976. Ya no hubo vuelta atrás.
Convertido en un «guitarrero», como le gusta autodefinirse, Julio tocaba los viernes, sábados y domingos en diferentes peñas de Santa Rosa. Una de esas noches, mientras interpretaba «La estancia vieja», de Atahualpa Yupanqui, apareció Paulino Ortellado, uno de los mayores exponentes de la guitarra pampeana. Serio y un tanto parco, se le acercó y le dijo: «Muchacho, usted tiene muy buen sonido con la guitarra. Pero hay algunas notas que no están bien. Cuando quiera pase por casa que le voy a dar algunas cosas». Pero Julio no tenía su dirección, y no se atrevió a preguntar.
Tres años después, en la peña Cori Hué, en avenida Uruguay, frente al cine Don Bosco, el destino volvió a cruzar a Julio Aguirre con Ortellado. «¿Yo no le dije a usted que fuera por casa?», se quejó Paulino. Y con aquella reprimenda nació una entrañable amistad.
«Paulino fue lo más grande que me pasó en la vida como músico», recuerda Julio. En rigor de verdad, fue su mentor y su gran maestro. Y le enseñó buena parte de lo que sabe de música. Juntos compartieron una larga carrera que duró 17 años, hasta que Ortellado enfermó y decidió enfundar su guitarra para siempre.
Junto a Paulino crearon «Hermana Milonga», participaron de varias ediciones del certamen Guitarras al Mundo y grabaron con artistas como Julio «El Bardino» Domínguez, Nélida Ramos o el payador Anastasio Solano.
Ya sin Ortellado, Julio continuó, con su guitarra a cuesta, tocando y grabando con los principales artistas de La Pampa. Compuso 22 temas, algunos de ellos, todavía no vieron la luz. «Lo mío es la milonga, el estilo, la huella, sigo una línea que es la de mi Provincia, defiendo musicalmente a La Pampa», dice con orgullo el guitarrero castense.
En 1988 comenzó a trabajar en la Secretaría de Cultura de La Pampa, por aquellos años bajo la conducción de Norma Durango. Antes, se ganó la vida como como plomero, electricista, cloaquista, pintor y alambrador.
Papá de Fernando y Aixa, infla el pecho y cuenta con orgullo que su hija es una «excelente violinista». Y lo más importante, «una gran guitarrista». El ADN no miente.
Embajador pampeano en Buenos Aires
Muchos años después de su ingreso a la función pública, en 2013, solicitó su traslado a la Casa de La Pampa en Buenos Aires, donde llegó con su guitarra al hombro y su aire de gaucho bonachón. El director de la representación provincial, Pablo Rubio, rápidamente lo sumó al área de Cultura, con Cristian Accattoli, donde colaboró en la realización de ciclos como el Cancionero Folclórico Pampeano, Ñuke Co-Madre Agua, Artes Visuales y Extramuros.
Fue en esos días cuando acercó a la Dirección de la Casa de La Pampa la idea de homenajear a Paulino Ortellado bautizando el salón de eventos con su nombre, iniciativa que contó con adhesiones de toda la comunidad artística y de la cultura pampeana y nacional.
A pesar de estar jubilado, como en la «Huella de ida y vuelta», Julio siempre está volviendo a la Casa de La Pampa, donde se ganó el afecto, el respeto y la admiración de sus compañeros. Vuelve porque siente que es parte de ese lugar, porque es su casa. Vuelve para disfrutar de algún espectáculo musical, para colaborar en alguna actividad o para compartir un asado, donde siempre es el parrillero designado.
Una anécdota entre músicos lo pinta de cuerpo y alma. Un día Julio apareció en la casa del talentoso Nicolás Rainone con dos guitarras: una, la de toda la vida, una guitarra pampeana de Pablo Vara, luthier de Santa Rosa, que le había elegido en su momento Paulino Ortellado y con la que había tocado junto a «El Bardino». Una guitarra con mucha historia. O la histórica guitarra de Julio Aguirre. Miró a Rainone y le dijo: «Tome, esta guitarra se la regalo». Ante la sorpresa del músico piquense, agregó: «Sabe qué pasa, esta guitarra yo no la voy a tocar más, y la guitarra se va a morir, y yo no quiero que muera. Usted se tiene que encargar de mantenerla viva».
Hombre de sonrisa fácil y amigo de sus amigos, Julio mira a los ojos cuando habla y aprieta fuerte y firme la mano cuando saluda. Tan firme como cuando acaricia su guitarra -fiel compañera de trabajo- y le hace susurrar las melodías más pampeanas de La Pampa.
Julio Argentino Aguirre, mucho más que un guitarrero, es un verdadero embajador de la guitarra pampeana. Y, además, la cara visible de la Provincia en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.