Cada quince días la sobreviviente era llevada a su casa, donde anotó a escondidas todo lo que vio y vivió. Tras la dictadura, entregó esos datos a la Conadep, y fueron clave en la megacausa La Perla para condenar a represores argentinos. Ana Ilinovich que secuestrada por el represor pampeano –oriundo de Victorica- Héctor Pedro Vergez, apodado El Chacal.
Por Marta Platía / Página 12
Invierno de 1977. Ya había pasado poco más de un año desde su secuestro el 15 de mayo de 1976, cuando Ana Iliovich se dio cuenta de que los represores la iban a dejar vivir un tiempo más. “Día a día veía a los que se llevaban al pozo y esto me fue enfermando cada vez más”, atestigüó en el megajuicio La Perla-Campo de La Ribera en abril de 2014.
A esa rutina mortal se sumó en el pesar de la cautiva lo que los torturadores comenzaron a hacerle a algunos de los prisioneros: “Como se sentían dueños de sus vidas y zozobras, los sacaban del campo de concentración y los llevaban a ver a sus padres, a sus familiares”. declaró. Contó que hasta comían en la misma mesa con los aterrorizados parientes de la víctima, como un modo de prolongar la prisión más allá de los sitios de exterminio. Ejercieron así otra refinada, perversa manera del tormento y el terror colectivo. Les permitían a algunos de los que consideraban sus prisioneros directos vivir una ficticia cotidianidad, un fulgor de cercanía familiar, para luego llevarlos de regreso al encierro. A la muerte. A la tortura física, psicológica. A la esclavitud. A La Perla.
Afuera quedaban los seres amados sumergidos en la pavura y la atroz incertidumbre.
Fue después de una de esas visitas a su familia en Bell Ville, donde nació en 1955, cuando Ana tuvo la idea que le ayudaría a sobrevivir a la “literal asfixia” a la “falta de aire” que había comenzado a cerrarle el pecho, el cuerpo, la vida. Empezó a memorizar nombres y fechas y escribirlos cada vez que la llevaban a su casa. De esa manera fue que combatió lo que llamó “el síndrome cucaracha”, frente al tribunal del megajuicio.
Antes de desaparecer como “el ser humano que era”, grababa en su cerebro y de a puñados, los nombres que aparecían en las listas que había en las oficinas de La Perla donde la sometían a trabajo-esclavo junto con otros cautivos. “Dejé de sentirme una cucaracha, que es lo que ellos habían logrado, y me convertí en una cucaracha escribiente”, dijo ante los jueces. Una versión femenina del Gregorio Samsa de Kafka. Una que sirviera para sobrevivir y vivir.
Ana Iliovich contó que “guardaba” en su mente “de a diez nombres por vez, con sus respectivas agrupaciones y fechas de caída”, tal como la burocracia de la maquinaria de muerte de La Perla había anotado. Y que, cada quince días cuando la llevaban a su casa, se encerraba en su dormitorio y los escribía en “un cuadernito Gloria de esos que llevábamos a la escuela, y que mi papá guardaba con mucho coraje en una caja fuerte”.
Cuando en marzo de 1978 le dieron “la opción para salir del país” que se les daba a los presos reconocidos “a disposición del Poder Ejecutivo Nacional» y voló a Perú, Ana llevó el cuadernito con las listas. Al regreso, en 1983, pudo entregárselo a los miembros de la Conadep.
Treinta y un años después, en el juicio a Luciano Benjamín Menéndez y más de medio centenar de represores, el fiscal Facundo Trotta, en una larguísima audiencia, le preguntó a Ana, nombre tras nombre, por cada uno de ellos. “A muchos no los vi personalmente –aclaró Iliovich– pero estaban en las listas de La Perla. Había nombres desde enero de 1976, desde antes del Golpe. A los que no vi, pero los nombraron, los memoricé. Y cuando no se daban cuenta hasta los anotaba en papelitos mínimos y me los guardaba entre la ropa».
«Así saqué números de documentos de identidad. No aprendí de memoria esos DNI, eso sería imposible… Pero sí fechas de caídas (secuestros). A otros los anoté porque los conocí personalmente en el tiempo en que estuve en La Perla. Compañeros entrañables… Pero todos los anotados estaban porque los ví o estuvieron, aunque no hayan pasado en la misma época que yo”, recalcó una y otra vez, para que no quedaran dudas.
Así Ana Iliovich nombró al sindicalista René Salamanca, líder de SMATA, uno de los primeros secuestrados y asesinados en La Perla. Y a Tomás Di Toffino, compañero de lucha de Agustín Tosco en Luz y Fuerza, a quien mantuvieron cautivo varios meses y asesinaron en febrero de 1977. Un hombre que “por tener mucha experiencia en resistencia obrera y ser más grande que nosotros, ayudó con su temple y su dignidad a los que éramos más jóvenes”, lo describió después.
Ana recordó y dio testimonio también por Graciela Doldan, una militante que fue compañera del líder montonero Sabino Navarro, una mujer por la que el represor Ernesto «Nabo» Barreiro “había desarrollado un sentimiento personal”, según él mismo admitió en el juicio. Y al “Sapo” Ricardo Ruffa. Todos ellos militantes reconocidos antes y después del Cordobazo.
Iliovich también anotó los nombres de Silvina Parodi, la hija embarazada de la titular de Abuelas de Plaza de Mayo Córdoba, Sonia Torres; y de su esposo, Daniel Francisco Orozco. “Ví los dos nombres en las listas. Los anoté. Silvina y Daniel ya no estaban en el campo cuando yo caí”, le aclaró a la querellante de Abuelas Marité Sánchez, quien luego apuntó que “ese dato es coincidente con lo que sabemos de los traslados que sufrió Silvina hasta que tuvo a su hijo y se lo robaron”.
-¿Y ustedes cómo sabían que los mataban?-, le preguntó el fiscal Trotta en la audiencia.
-Ellos (los represores) comentaban eso. Comentaban incluso cómo los mataban. Que abrían fosas… Y cuando venía el camión -al que los prisioneros rebautizaron como «Menéndez Benz»- todo era más obvio. A la gente la llamaban por números. Todos esperábamos que nos llamaran con nuestro número. Era una cosa absolutamente azarosa y arbitraria… Los “viejos”, los que estábamos hacía tiempo, sabíamos de qué se trataba. Se llevaban a la gente y un tiempo después comentaban sobre “el pozo”. Y el pozo era la muerte. Uno alguna vez al pasar, comentó lo de los fusilamientos, y otras veces pasó que alguno de nosotros vio la manera en que los ataban antes de llevárselos…
En la lista de Iliovich figura la familia Coldman (padre, madre e hija: David, Eva Wainstein y Marina); Rosa Assadourián, a quien mataron en la tortura y cuyo cadáver -aún no se sabe por qué- sí entregaron a su familia. «A Rosa -contó su hermana María Sonia en su testimonio- la mataron de una forma terrible: le arrancaron los ojos, la nariz y la boca». La mutilación como otro modo de sembrar terror a sus deudos.
Ana Iliovich dio fe de haber visto y anotado el nombre de la adolescente Alejandra Jaimóvich, de 17 años, “salvajemente violada y torturada por el plus de ser mujer y judía”. Y a los también jovencísimos Oscar Liñeira y Claudia Hunziker, “que era hermosa hermosa, y tenía el pelo rojo…”.
La mujer-memoria, la Ana que sobrevivió para escribir y contar, recordó también ante los jueces al albañil Luis Justino “El Negro” Honores, de la UOCRA, quien murió luego de una feroz sesión de tortura en la cuadra de La Perla. De contextura fuerte por su trabajo, fueron varios los testigos que atestiguaron sobre su terrible agonía “durante días y noches” hasta que murió en brazos de otro compañero, Eduardo Porta, que lo cuidó hasta el final.
Iliovich nombró al matrimonio Mónaco-Felipe. Los habían secuestrado en Villa María, donde Ester y Luis acababan de tener una bebé. Ester Felipe es la hermana de Liliana Felipe -la cantante argentino-mexicana-, y su esposo Luis, que trabajaba como periodista en el canal de la Universidad Nacional de Córdoba, hijo del artista plástico del mismo nombre.
-¿Usted los vio?-, quiso saber el fiscal.
-Sí los ví y hablé con ella. Y fue muy terrible porque tenían una bebita muy chiquita (Paula Mónaco Felipe, quien sobrevivió y ahora ejerce el periodismo en México) y ella, Ester, me contó que tenía los pechos llenos de leche…
En este punto de su testimonio, Iliovich se envolvió en sus propios brazos y se permitió sollozar por breves instantes. «Mire… es de las cosas más terribles que me acuerdo porque después he tenido hijos y sé de qué se trata. Los mataron. A los dos los mataron”, denunció. La testigo anotó en su cuaderno que “fue en febrero de 1978”. Hacía poco menos de un mes que Ester había dado a luz a su beba cuando los secuestraron.
Entre los sindicalistas y dirigentes gremiales, la testigo también recordó a Eduardo Requena, líder de los docentes y a Julio Roberto Yornet, que fueron secuestrados juntos de un bar en pleno centro de Córdoba el 23 de julio de 1976 y fusilados en La Perla.
Iliovich tampoco se olvidó de quienes la secuestraron a ella: “Fueron (Héctor Pedro) Vergez; (Ernesto ‘Nabo’) Barreiro; (Luis) Manzanelli; (Ricardo ‘Fogo’) Lardone y (Exequiel ‘Rulo’) Acosta», declaró. Además aseguró haber visto en La Perla “al ‘Chubi’ López (José Arnoldo López), a (José Carlos “Juan XXIII) González, a (Emilio César) Anadón, al ‘Salame’ Hermes Rodríguez, al (coronel Raúl) Fierro, a (Héctor) ‘Palito’ Romero y al que le decían ‘HB’ (Carlos Alberto Díaz). Todos torturaban. Claramente, verdugos eran todos”, acusó.
«¿Y a Luciano Benjamín Menéndez lo vio?», le preguntó entonces el fiscal Trotta. “Sí, Menéndez iba bastante seguido a La Perla. A veces entraba en la cuadra y nosotros estábamos con los ojos vendados, pero espiábamos por debajo y lo veíamos. En una ocasión a los detenidos, ya en el ´77, nos hicieron hablar con él. Se trataba de los que íbamos quedando. Esa fue la vez en que lo vi personalmente.
Antes de irse de la sala de audiencias que estaba llena aún cuando el juicio cumplía ya dos años, Ana Iliovich pidió leer fragmentos de un poema en memoria de sus compañeros desaparecidos. Eligió uno de Juan Gelman.
“Cada compañero tenía un pedazo de sol/
en el alma/ el corazón/ la memoria/
Cada compañero tenía un pedazo de sol/
y de eso estoy hablando.
Solcito que se apagaba así/
todavía alumbrás esta noche/
en que estamos mirando la noche/
hacia el lado por donde sale el sol”.