En la cumbre de su carrera, el cuarteto inglés llegó a un país preso de la dictadura. Los shows no solo exhibieron a una banda en estado de gracia: también propiciaron un cruce entonces inédito con el fútbol.
La imagen hoy no sorprendería a nadie, y de hecho con el correr del tiempo se convirtió en un ejemplo recurrente del tribunerismo aplicado a los bises de un concierto de rock internacional. En el centro del escenario de Vélez Sarsfield, Freddie Mercury con una camiseta de la Selección Argentina: un gesto que mereció la sorprendida reacción de Fernando Bravo en su transmisión radial, hablando de una situación «inesperada». El rock y el fútbol se miraban entonces con mucha desconfianza. Pero además el cantante introdujo a «un amigo de todos ustedes, y nuestro también» y apareció en escena Diego Armando Maradona, estrella de Argentinos, campeón del mundo juvenil en 1979, flamante incorporación de Boca Juniors que venía de convertir dos goles en su debut frente a Talleres, un 4-1 en la Bombonera, el 22 de febrero de 1981.
El Diego tenía puesta una remera azul. La Union Jack que había lucido en camarines, posando para una de sus fotos más célebres, se la devolvió a Brian May. Tampoco la pavada.
Nunca la cancha de Vélez lució tan llena como el 8 de marzo de 1981. Era la última noche de una serie de cinco conciertos, tres de ellos en una ciudad que aún se llamaba Capital Federal. El presidente de facto era el dictador Jorge Rafael Videla, que moriría en una cárcel común 32 años después, condenado por delitos de lesa humanidad. Ya se sabía que en pocos días más asumiría la presidencia Roberto Eduardo Viola, que también fue condenado por delitos similares, pero fue indultado por Carlos Saúl Menem y murió libre. A esa Argentina llegaron Mercury, May, Roger Taylor y John Deacon. ¿Y quiénes eran Mercury, May, Roger Taylor y John Deacon?
Reina en la cumbre
A comienzos de 1981, Queen estaba en la cumbre de su carrera. La apreciación puede ser apreciada y corroborada por la vía coyuntural y la histórica, la que contempla todo lo que vino después. En siete años, de 1971 a 1978, el cuarteto formado en Londres había ascendido de los boliches de mala muerte y la estafa de su primer manager a las giras mundiales, con salas llenas en Europa, Estados Unidos y Japón. Queen, el disco debut de 1973, había sido castigado por la prensa como un mal remedo del glam de Marc Bolan e incluso David Bowie, cruzado con el sonido hard de Led Zeppelin. El barroquismo de Queen II (1974) tampoco fue bien recibido. A Sheer Heart Attack (del mismo año) no le fue mucho mejor en el juicio mediático, pero lo cierto es que a esa altura la banda ya tenía el hit «Killer Queen» y arrastraba cada vez más público. May se lucía con su guitarra Red Special fatto in casa. Taylor y Deacon eran una pared monolítica. La performance de Mercury imantaba a quien prestara atención.
Y en 1975 habían grabado A Night at the Opera, con un delirio llamado «Bohemian Rhapsody» que rompió las reglas de lo que se creía seguro en la industria musical. Y al año siguiente otro monumento operístico rock como «Somebody to Love» para A Day at the Races. En 1977, cuando el mundo escuchó el irresistible combo de «We Will Rock You / We Are The Champions», Queen se convirtió en una banda de estadios. A la altura de 1978, cuando en la Argentina convivían la dictadura asesina y el fervor por el Mundial, «Bycicle race» propiciaba la aparición de señoritas ligeras de ropa en la gira mundial que presentó Jazz, retratada por todo lo alto en Queen Live Killers.
Y entonces, cuando parecía que el rechazo generalizado a las pomposidades de los ’70 iba a llevárselos puestos, los músicos dieron un golpe maestro. La precuela -aunque entonces nadie hablaba de precuelas- fue un single lanzado en octubre de 1979, apenas tres meses después del disco doble en vivo. «Crazy Little Thing Called Love» podía parecer una chanza privada, una apuesta a ver cuán parecidos a Elvis Presley podían sonar. Pero era el primer paso de un asunto mucho más serio. «Save Me» fue la típica balada poderosa que toma por asalto los rankings. «Play the Game» dio más indicaciones de que el sonido de la banda estaba pasando de fase. Y en agosto de 1980, con The Game ya en la calle, Queen soltó la bomba atómica. El single con una sencilla pero demoledora línea de bajo compuesta por John Deacon, El Socio del Silencio. Un bajo y un bombo que hacían temblar los parlantes.
«Quiero agradecer a Freddie y a los Queen por hacernos tan felices. Y ahora, Otro Muerde el Polvo», anunció El Diez, y Vélez se vino abajo.
La canción fantasma
Ahora bien: ¿Cuán «mundiales» eran las giras mundiales de Queen? El consagratorio tour ’78 pasó por muchos lados, pero en el radar del espectáculo internacional, en el continente americano debajo de la línea del ecuador había un gran agujero negro. El cono más sureño era terra incognita. El management de Queen tendría datos de sus ventas por aquí -al cabo, su discográfica era la en ese momento poderosísima EMI- y si ameritaba el esfuerzo podía imaginar una clase de popularidad similar a la de otras partes del mundo. Pero Buenos Aires o Argentina eran apenas una mención exótica en alguna película. Santana había tocado en la cancha de San Lorenzo en 1973. Un Joe Cocker algo estropeado por el alcohol había llegado en 1977. Los apenas conocidos The Police acababan de dar algunos shows. Los números internacionales de rock eran una rareza.
El que vio el mercado fue un empresario llamado Alfredo Capalbo, que gracias a su asociación con artistas exitosos como Joan Manuel Serrat, Julio Iglesias y Demis Roussos (y aceitados contactos con quienes ocupaban la Casa Rosada) tenía una espalda aguantadora para la aventura de traer a Queen. La omnipresencia de las canciones de The Game, los clips a repetición en Música Prohibida para Mayores, el apoyo de una figura de influencia entre los jóvenes como Juan Alberto Badía, convirtieron a la quimera de traer una banda inglesa de primera línea al culo del mundo en una apuesta segura.
Dos shows en Vélez, un viaje a Rosario, otro a Mar del Plata -donde varios testimonios presenciales dan cuenta de la policía montada dentro del estadio mundialista- y el show final otra vez en Liniers: a cada día que pasaba, la fiebre por Queen en Argentina aumentaba. Ese fue el único nexo real entre los improbables vínculos que podían intentar dibujarse entre una banda inglesa de rock ya legendaria y un milico argentino. Varios relatos señalan que el hijo de Roberto Viola le señaló la conveniencia de reunirse con los responsables de esa fiebre; Viola ya estaba retirado como teniente general pero se probaba el efímero traje de Presidente, y por eso recibió a tres de los cuatro músicos en su propia casa. Después de todo, en las internas de la Junta golpista él revistaba entre los blandos, los aperturistas, y el suceso de Queen en las tapas de todos los medios le daba la derecha.
Taylor no fue al encuentro. En los años siguientes se especuló con una supuesta postura política, pero en realidad el baterista estaba paseando por Buenos Aires. Para Queen era importante tocar y para ello se prestaban a las relaciones públicas que fueran necesarias: estaban dispuestos a tocar también en Chile el 24 de marzo, pero Augusto Pinochet no era de los dictadores blandos como para permitir que esos rockeros perturbaran el orden impuesto con mano férrea, e hizo suspender el show.
Por eso mismo es probable que el cuarteto no haya percibido nunca la fenomenal paradoja expresada en los shows argentinos. En 1977, la edición local de News of the World apareció cercenada por la dictadura, que no quiso saber nada con una canción que hablaba explícitamente del sexo oral y así propició la aparición de un objeto preciado por los coleccionistas, el Noticias del Mundo argento cuyo lado B arranca directamente por «Sleeping on the Sidewalk». En los cinco shows, Queen tocó «Get Down, Make Love». No es que supieran de esa censura, ni fue una solapada forma de protesta: la canción formaba parte del setlist desde hacía años.
Queen tocando una canción fantasma. El Diego con una camiseta inglesa 13 meses antes de Malvinas y cinco años antes de La Mano de Dios. Pasaron cuatro décadas, parece un universo paralelo.
The Champions
Unos cuantos de los que estuvieron esa última noche en Vélez no se molestaron en pasar por boleterías. No importaba. Era un negoción igual. El Queen original no volvió a pisar el país -podría haber existido un reencuentro en 1985, pero llegó solo hasta el Rock in Rio-, y eso agregó más centímetros de leyenda. Pero lo indiscutible es que esa versión de la banda se paseaba con un bien justificado orgullo de campeón. No vinieron con cuatro tachos y un sonido amarrete, dieron un espectáculo soberbio y sonaron como lo que eran, una banda en estado de gracia.
En mayo de 1982, Queen lanzó una catástrofe en forma de disco llamada Hot Space. Por la misma época, Maradona vivió su propia catástrofe en el Mundial de España. Cuatro años después, los mismos personajes que compartieron el escenario de Vélez tendrían su revancha: el Diego en México, Queen con su exitoso Magic Tour -el último de su carrera- y el fresco recuerdo de su arrasadora presentación en Live Aid. Pero aunque levantó mucho la puntería con The Works y A Kind of Magic, y tuvo dignas despedidas como The Miracle e Innuendo, la banda nunca recuperó el esplendor de aquella era. Para la Argentina fue un hito inolvidable, sobre todo porque tuvieron que pasar aún más años para que las visitas internacionales fueran moneda corriente. Y los rockeros con camisetas argentinas también.
La primicia que no fue
“Vuelve Queen”: La noticia generó altas expectativas entre los aún excitados fans de Queen, cuando la revista Pelo tituló semejante posibilidad en marzo de 1982, con el rostro de Mercury ilustrando la novedad. “Vuelven los campeones”, fue el título de la nota que ocupó seis páginas en la edición 159 del histórico medio rockero. La noticia estaba legitimada en los dichos de Alfredo Capalbo, que aseguraba que volvía a traer a la banda en enero de 1983.
“Espero que en enero del año próximo, cuando Queen vuelva a la argentina como ya está arreglado, tengamos el mismo éxito. Van a presentar un show totalmente nuevo que incluye otro escenario, y otras luces”, aseguró Capalbo, haciendo futurología sobre algo que nunca sucedería. O al menos no en los tiempos estipulados, ni por su iniciativa, dado que Queen recién volvería al país en 2008, sin Mercury –fallecido en 1991- ni Deacon (que se retiró en el acto) y dieciséis años después de la visita solista de May en 1992. El lugar del recital sería el mismo Vélez, pero la voz correría por cuenta de Paul Rodgers. La cantidad de gente, en tanto, no llegó a la de antaño y la emoción estuvo más atravesada por la nostalgia que por ese sucedáneo de la que reventó Buenos Aires, Mar del Plata y Rosario. «Nadie puede reemplazar a Freddie, y justamente nos llamamos Queen + Paul Rodgers para que la gente entienda que es una sociedad», dijo el doble de riesgo aquella vez.
En 2015 hubo un nuevo encuentro, y la gran diferencia estuvo precisamente en el micrófono: con Taylor y May aplomados y haciendo un balanceado uso de la veteranía y la potencia, Adam Lambert rompió los prejuicios de su procedencia del reality American Idol. La sabia decisión de evitar ser un émulo de Mercury y la innegable capacidad vocal del joven cantante sirvieron para redondear un concierto que produjo más disfrute que melancolía.