jueves 28, noviembre, 2024, Eduardo Castex, La Pampa

Carlos Robledo Puch, el criminal de 20 años que estremeció a la Argentina (*)

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Hijo de una familia acomodada de Vicente López protagonizó una saga de homicidios sin precedentes en la historia del país. Su último crimen fue el 3 de 1972. Lo detuvieron horas después y le dieron reclusión perpetua. Un caso que, en la pluma de Osvaldo Soriano, derivó en un texto mítico del periodismo argentino.





El domingo 27 de febrero de 1972, los lectores de La Opinión se encontraron, en el suplemento cultural, con una crónica que no hablaba de libros, cine o música. Su autor hurgaba en una trayectoria de alguien que muy lejos estaba de ser de un artista, y que era noticia desde hacía tres semanas. Mejor dicho: era la única noticia de la que hablaba el país y La Opinión no había cubierto el caso. 

Osvaldo Soriano reseñó las andanzas criminales de Carlos Robledo Puch, de veinte años, detenido el 4 de febrero con un historial escalofriante de once asesinatos. Tal era la magnitud del caso que el diario de Jacobo Timerman decidió reseñar los pormenores en una crónica publicada en el suplemento de Cultura y que se volvería histórica. Si no se puede pensar el fusilamiento de Severino Di Giovanni sin el relato de Roberto Arlt, la historia del principal asesino múltiple de la historia criminal argentina iba a ser inseparable de El caso Robledo Puch.

Infancia y juventud

Carlos Eduardo Robledo Puch nació el 19 de enero de 1952, hijo de Víctor Elías Robledo Puch y Aída Habedank. Por la rama paterna de su padre, hay una figura de la historia argentina: Martín Miguel de Güemes, casado con Carmen Puch. La descendencia que llega al asesino serial es por el lado de un cuñado de Güemes, Dionisio Puch, que llegó a ser gobernador de Salta antes y después de la caída de Juan Manuel de Rosas.

Víctor Robledo Puch trabajó en Industrias Kaiser Argentina y en el IAPI, el Instituto Argentino de Promoción e Intercambio, el ente que centralizó las rentas de las exportaciones en la primera presidencia de Juan Domingo Perón. Aída era alemana y llegó a la Argentina justo después de la Segunda Guerra. Cuando se casó con Víctor fueron a vivir al partido de Florida, en Vicente López. Allí vio la luz su único hijo. 

El pequeño Carlos estudió piano y aprendió alemán. El secundario lo comenzó en un industrial, le gustaban las máquinas y los sopletes. Sin embargo, repitió el año. Pasó a la escuela Don Orione, donde hizo gala de su mala conducta. Le robaba útiles a los compañeros. Lo sorprendieron mientras se llevaba dinero de la secretaría y lo echaron. Corría 1967 y tenía 15 años.

El primer robo de Robledo Puch

Los padres lo anotaron en el Instituto Cervantes de Vicente López, donde conoció a su primer cómplice, Jorge Ibáñez, un chico con tan mala conducta como él. Ambos formaron una sociedad delictiva. 

En septiembre de 1970 entraron de noche a una joyería de la avenida Maipú. A las dos semanas, también por la noche, robaron un taller de motos. Se fueron en una Gilera y la policía los sorprendió cuando la moto se les quedó. Mostraron documentos falsos. A Robledo lo dejaron ir a cambio de que volviera con los papeles de la moto. No regresó. Ibáñez pasó 18 días en el calabozo y se resintió el vínculo con su socio de robos.

Robledo aprovechó para irse a Mar del Plata y allí entabló amistad con un vecino de Vicente López con el que se cruzaba por el barrio y que lo reconoció en la ciudad balnearia. Se llamaba Héctor Somoza. A su regreso se lo presentó a Ibáñez. La idea era sumarlo a los robos. Antes que eso sucediera ocurrió el hecho que dio inicio a la serie de asesinatos.

Seis asesinatos en tres meses

El 15 de marzo de 1971, Robledo e Ibáñez entraron a Enamour, un boliche de La Lucila. Mientras se llevaban dinero, Ibáñez le señaló a su socio a dos personas que dormían en dos camas contiguas. Eran el gerente Félix Mastronardi, y el barman Manuel Godoy, de nacionalidad paraguaya, que había pedido quedarse a dormir. Robledo Puch les apuntó y les disparó a la cabeza mientras dormían. 

La crónica policial se superpuso con la política. Ese mismo día estalló el Viborazo en Córdoba, una revuelta popular no tan grande como el Cordobazo de dos años antes, pero sí lo suficiente como para terminar con el gobierno de facto de Roberto Levingston, reemplazado por Alejandro Agustín Lanusse. Comenzaba la fascinante partida de ajedrez entre Lanusse y Juan Domingo Perón, exiliado en Madrid. El gobierno militar inició diálogos con Perón en la capital española.

En medio de ese tira y afloje, que derivaría en la devolución del cuerpo de Eva Perón, sucedió el siguiente robo bañado en sangre por parte de Robledo e Ibáñez. Fue el 3 de mayo. Los dos ladrones entraron a una casa de repuestos de autos. El encargado José Bianchi y su esposa Dora se despertaron por los ruidos. Antes que pudieran reaccionar, el hombre fue asesinado a sangre fría por Robledo Puch. Dora Bianchi resultó herida de dos disparos, y eso no impidió que Ibáñez la violara. Se fueron creyendo que estaba muerta; pudo dar su testimonio cuando cayó el asesino. A metros de donde dormía el matrimonio estaba la cuna con su hijita de diez meses.

El 24 de mayo, el dúo entró a un supermercado de Olivos. Aunque hicieron ruido al entrar, no despertaron al sereno Juan Scattone. Robledo le disparó dos veces y dejó las vainas en el lugar. El arma era la misma con la que había matado a Bianchi.

Los siguientes dos asesinatos hoy se encuadrarían como femicidios. Virginia Rodríguez tenía 16 años, y vivía en Olivos. Tras haber perdido su trabajo, había comenzado a prostituirse. Ibáñez y Robledo Puch la subieron a su auto el 13 de junio al verla en la Avenida del Libertador. Pararon en un descampado. Robledo bajó del auto. Al rato, descendió Rodríguez. Comenzó a caminar y Robledo la siguió. A los pocos metros la mató de cinco balazos y se llevó su cartera. 

El 24 de junio fue el turno de Ana María Dinardo, de 22 años. Se despidió de su novio y fue a tomar el colectivo en Avenida del Libertador y Laprida cuando se cruzó con el Chevy blanco de Robledo Puch e Ibáñez. La encañonaron y la llevaron al mismo descampado donde encontrara la muerte Virginia Rodríguez. Ibáñez no pudo consumar la violación y la hizo bajar. Apenas había comenzado a caminar cuando Robledo Puch le disparó a quemarropa. Le robaron la cartera. La policía sospechó del novio de Dinardo.

Nuevo cómplice, más muertes

Pasaron casi cinco meses hasta el siguiente crimen. En el medio, Robledo Puch perdió a su cómplice. El 5 de agosto de 1971, el séxtuple asesino chocó de frente la camioneta de su padre contra un taxi en el barrio de Núñez. Ibáñez iba en el asiento del acompañante. Su compinche se llevó sus documentos. Aunque se caratuló como accidente, cuando Robledo Puch cayó preso comenzaron las sospechas de si no había fraguado el accidente para matar a Ibáñez. La consecuencia fue que debió buscar un nuevo compañero de andanzas, y allí entró en escena Héctor Somoza.

El 15 de noviembre, con su flamante socio, ingresaron a un supermercado de Boulogne, donde Robledo mató a sangre fría a otro sereno que dormía. Su séptima víctima se llamaba Raúl Delbene. No había nada para robar y lo único que se llevaron fue un teléfono, que Somoza le regaló a la madre.

Dos días después entraron a una agencia de autos de Vicente López y el asesino de 19 años sumó a su octava víctima: el sereno Juan Carlos Rozas, al que le descerrajó dos balazos. Se fueron con menos dinero del que pensaban encontrar, 90 mil pesos. El 25 de noviembre entraron a una agencia de autos Dodge en Acassuso, donde Robledo Puch le metió tres balazos a Bienvenido Serapio Ferrini, que se había estrenado como sereno del lugar una semana antes. El robo fue un éxito, con un botín de un millón y medio de pesos.

Después de tres robos con tres serenos asesinados en el lapso de diez días, el dúo se tomó vacaciones. La vuelta a la acción significó la caída en desgracia de Robledo, con dos muertes más en un solo día.

«Iluminados por el soplete»

El 3 de febrero de 1972, Somoza propuso robar una ferretería de Carupá. Al entrar, se cruzaron con el portero Manuel Acevedo. Lo encerraron en un cuarto. A los pocos minutos, Robledo Puch abrió la puerta y le disparó dos veces en la cabeza. Los ladrones se dispusieron a abrir la caja fuerte. Es la imagen con la que Soriano iniciaría su célebre crónica: “Iluminados por el soplete, Robledo y Somoza trabajan callados y serios, Robledo sostiene el aparato que perfora el material mientras su amigo sigue sus movimientos con atención”.

Entonces sucedió el hecho por el cual, desde el día siguiente, Robledo Puch quedó tras las rejas. Un simple gesto que nunca quedó claro, pero que selló su destino. Somoza le pidió que terminara de abrir la caja con un pico. Mientras el asesino múltiple se dedicaba a esa labor, su cómplice lo tomó por la espalda. ¿Una broma o un intento por acabar con Robledo Puch? La versión de los hechos corresponde a este. Empujó hacia atrás a Somoza, se dio vuelta y lo vio contra el piso. Le disparó por la espalda y después en el rostro.

Con el soplete procedió a quemarle el rostro y las manos, para evitar su identificación. Pero olvidó un detalle: no revisó los bolsillos de Somoza, donde éste tenía su cédula de identidad. “Al matar a Somoza, Robledo se ha aniquilado”, escribirá Soriano.

La policía encontró los cadáveres de Acevedo y Somoza. Al desfigurado adolescente de 17 años lo pudieron identificar por el documento. Así llegaron a la casa de Somoza, donde la madre dijo siempre estaba acompañado de un chico rubio llamado Carlos Eduardo Robledo Puch. De allí fueron a la casa del homicida, que se había ido a tomar cerveza, seguro de su impunidad. Cuando llegó en moto, no opuso resistencia. Tenía 20 años recién cumplidos cuando el 4 de febrero de 1972 se lo llevaron a la comisaría 1ª de Tigre. Había dejado de ser un hombre libre.

En la seccional confesó sus crímenes. Once asesinatos en casi once meses entre los 19 y 20 años. El asesino serial por antonomasia de la historia criminal argentina. Un caso que solamente tenía parangón, por la fiebre que despertó en el periodismo, con Cayetano Santos Godino, El Petiso Orejudo, el primer asesino serial de la Argentina, que conmocionó a la Buenos Aires de 1912 con cuatro crímenes.

Escribió Soriano: “Los redactores de la sección policial de Crónica exprimen su imaginación bautizando a Carlos Eduardo Robledo Puch: Bestia humana (el día 8); Fiera humana (al día siguiente), Muñeco maldito, El verdugo de los serenos, El Unisex, El gato rojo, El tuerca maldito (el 10), Carita de Angel, El Chacal (el 11). Ese día, el diario de Héctor Ricardo García sugiere que Robledo es homosexual, por lo que ‘sumaría a sus tareas criminales otra no menos deleznable’, escribe el redactor”. Los medios se dedicaban a un solo tema: el joven asesino serial.

Fuga a la medianoche

La causa quedó en manos del juez Víctor Sasson. La investigación deparó rasgos de la personalidad de Robledo Puch. El gesto más resaltado quizás haya sido su respuesta sobre los dos primeros asesinatos, los de Mastronardi y Godoy en el boliche Enamour. Cuando le inquirieron sobre el hecho de haberlos matado a sangre fría, mientras dormían, se limitó a contestar: “Qué quería, ¿qué los despertara?”.

El magistrado pudo reconstruir el historial criminal desde el doble homicidio que inició la saga trágica del joven asesino. Era el responsable de las muertes de los serenos, las dos chicas y Somoza. La sociedad argentina se conmocionó y surgió la pregunta de cómo el hijo de una familia acomodada podía ser un criminal sin compasión.

Los pormenores del caso se superpusieron a la política, mientras Robledo Puch era llevado a la Unidad 9 de La Plata. Perón le ganó la pulseada a Lanusse, regresó en noviembre del 72, impuso la candidatura de Héctor Cámpora, el peronismo ganó las elecciones de marzo del 73 y el líder justicialista llegó de manera definitiva el 20 de junio, en medio de los incidentes en Ezeiza. Cámpora transcurría su última semana como presidente antes de renunciar cuando Robledo Puch volvió a escena.

Fue en la madrugada del 8 de julio de 1973. Con la ayuda de otro preso, usó sábanas y un gancho que aferró a un farol empotrado en una pared. Se trepó y saltó al exterior. Evitó el disparo de un guardia que lo vio e impidió la fuga de su cómplice. Minutos antes se había distendido el clima por la excarcelación de otros presos y ese fue el momento que Robledo y Rodolfo Sica aprovecharon para llegar al patio con la soga que habían armado con las sábanas.

El asesino múltiple amortiguó la caída del murallón al dar contra una zanja y se fue corriendo todo embarrado. A Sica lo recibieron a golpes los propios presos, ya que una norma no escrita estipulaba que nadie iba a intentar fugarse en esos días para negociar excarcelaciones a los presos sin condena firme. Robledo Puch no entendía de códigos y, además, el beneficio buscado excluía a los presos procesados por homicidio, como él.

En la esquina de 9 y 75, a pocos metros de la cárcel, el criminal pudo subirse a un colectivo de la línea 581. Pidió al chofer si lo podía llevar gratis, ya que estaba sin dinero. El colectivero, que fue interrogado más tarde por la policía, lo dejó cerca de la estación de tren. Como la fuga fue a la dos de la madrugada, a esa hora no había servicio, y se especuló con que huyera en micro.

En la mañana del 8 se difundió la noticia de la fuga. La abuela de Robledo aseguró que él la había llamado. Todo indicaba que había vuelto a su barrio. Así fue. 17 meses después de su detención, volvió a pisar las calles de Olivos, donde en la calle Gaspar Campos moraba Juan Domingo Perón. Había tomado un micro desde La Plata, después de juntar monedas como mendigo. Bajó en Plaza Miserere y de ahí se fue en colectivo a Puente Saavedra. Se escondió en una obra en construcción y unos vecinos, al ver al joven vestido como un harapiento, al que no reconocieron, le dieron dos panes, su única comida fuera del penal. Habría querido ir a la casa de la familia de Jorge Ibáñez, su primer cómplice, para pedir dinero.

Cayó a las nueve de la noche del 10 de julio, cuando entró a la confitería Múnich, sobre Libertador y pidió el teléfono. Llamó a su madre. Los parroquianos ya lo habían reconocido y escuchado decir “Mamá, estoy destrozado. No doy más…me duele la cabeza, tengo sueño…estoy enfermo”. Al salir, lo esperaba un patrullero. Había estado prófugo casi 72 horas.

Pericia y condena

El juicio por los crímenes llegaría recién en 1980. Robledo Puch tenía 28 años cuando comenzaron las audiencias de un proceso que duró cuatro meses, con 92 testigos, entre los que no estuvo Dora de Bianchi, la única sobreviviente, que se excusó de declarar por problemas de salud. Para llegar al debate hizo falta un perfil psicológico de Robledo Puch. Ahí entró en escena Osvaldo Raffo.

Médico legista y forense, Raffo fue convocado por la fiscalía con la misión de establecer que el asesino estaba en sus cabales, que no se trataba de alguien con alteraciones mentales que lo podrían llevar de la cárcel a un psiquiátrico. Se encontraron 25 veces a lo largo de dos meses, en sesiones de hasta cinco horas. El aporte de Raffo resultó decisivo para la condena: consideró que el reo era un psicópata, que todavía era capaz de salir a matar y que por lo tanto constituía un peligro para la sociedad.

En El ángel negro, que recrea la vida del asesino, Rodolfo Palacios recogió la palabra de Robledo Puch: “Raffo mintió y se hizo famoso a costas mías. Se hacía el sabio sólo por citar frases de psiquiatras famosos. Me sentenció. Dijo que era un psicópata maldito, pero el psicópata es él”.

En esos años, los del terrorismo de Estado, Raffo trabajó para la Policía de la provincia de Buenos Aires. Osvaldo Papaleo, secuestrado y torturado, diría, años después de los hechos, que Raffo estaba vinculado directamente a Ramón Camps, el jefe de la fuerza y que al revisar a Jacobo Timerman, víctima de tormentos, había asegurado que no mostraba “signos de violencia externa”.

Marcelo Parrilli, abogado vinculado a los derechos humanos, también recordó que Raffo no constató torturas en los cuerpos de Osvaldo Cambiasso y Eduardo Pereyra Rossi, asesinados en 1983 en un operativo al mando de Luis Patti. El legista que no había dudado en calificar a Robledo Puch de psicópata (según Osvaldo Aguirre, que indagó en la pericia en El forense y el asesino, lo hizo en base a material desactualizado), dio por cierto lo que en rigor no había sido un enfrentamiento: los cadáveres tenían golpes y marcas de picana.

Raffo se convirtió en una eminencia consultada por los medios a partir de la pericia a Robledo Puch, y tuvo presencia en otros casos famosos, como los de Nora Dalmasso, Candela Rodríguez, Ángeles Rawson y Alberto Nisman. Se suicidó a los 88 años en su casa de San Andrés, en marzo de 2019. 

La pericia a Robledo Puch fue determinante para que, el 27 de noviembre de 1980, la Sala I de la Cámara de Apelaciones en lo Penal de San Isidro le impusiera al homicida la pena de reclusión perpetua con accesoria por tiempo indeterminado.

Tras las rejas

Robledo Puch permanece en el penal de Sierra Chica. Aída su madre sobrevivió a dos intentos de suicidio y terminó internada en un neuropsiquiátrico, donde murió en 1993. Víctor Robledo Puch falleció el último día de 2005.

En la cárcel ha mostrado un comportamiento aceptable, sin intentos de fuga. De hecho, ya estaba en Sierra Chica cuando se produjo el motín de 1996, que derivó en la toma del penal, y nunca quedó relacionado con el sangriento episodio.

«Yo debería tener la libertad que tuvo Barreda», sostuvo en una entrevista en 2020, en alusión al odontólogo que mató a su esposa, su suegra y sus dos hijas. Cuatro años antes, en carta a María Eugenia Vidal, reclamó su libertad a la entonces gobernadora: “Robledo Puch está solicitando un indulto extraordinario inmediato”. Así, hablando de sí mismo en tercera persona. “Ni los nazis condenados a prisión en el juicio de Nüremberg, ni Nelson Mandela en Sudáfrica sufrieron la cárcel a que fui sometido con apenas 20 años recién cumplidos”, añadió.

Se ignora si alguna vez tuvo noticias de la nota periodística más famosa que tuvo su caso, en plena conmoción por su arresto. «Sea como fuere, Robledo Puch desnuda la apetencia arribista de algunos jóvenes cuyos únicos valores son los símbolos del éxito: ‘Un joven de 20 años no puede vivir sin plata y sin coche’, ha dicho el acusado. Él tuvo lo que buscaba: dinero, autos, vértigo; para ello tuvo que matar una y otra vez, entrar en un torbellino que lo envolvió hasta devorarlo. Cuando mató al primer hombre, Robledo Puch ya se había aniquilado a sí mismo”. Así se cierra la crónica de Soriano, cuando el asesino cumplía los primeros días tras las rejas, que ahora llegan al medio siglo.

(*) Por Juan Pablo Csipka (Página 12)

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